Hay tanto sufrimiento suspendido en el aire de tus
pulmones que, a veces, ni el corazón entiende que no basta con respirar.
Haber hecho caso al corazón.
Saltar el muro del miedo con un punto de temeridad.
Escuchar el deseo profundo, estas ganas inmensas de
mirarte a los ojos y volverte a decir que no ha pasado ni un día sin encontrar
otro golpe a la luz que conocí.
Haber hecho caso al corazón.
Arriesgarme a la sal si se abría la herida con la
humedad de un mediodía de invierno y todas las despedidas del ultimo otoño, que
todavía danzan en la retina los puede ser que han levantado y nos pesa el
horizonte como el más denso de los silencios.
Que estoy, si lo quieres, para acompañar ausencias,
para celebrar la vida o para entrar y salir del infierno sin mirar nunca atrás.
La pared del miedo ha quedado fundida encima del
asfalto.
La he golpeado
con el pie justo cuando saltaba.
Que hay un rio.
Que no estaremos mucho rato para cruzar el puente.
Miraremos el agua como si quisiéramos morir, como si
quisiéramos volver, y sentiremos todavía más ganas de vivir.
Habrá barandillas de hierro y farolas antiguas, de
luz amarilleada.
Y en invierno, los arboles desnudos como siluetas de
papel mojado que se recortan contra la superficie del agua, contra la
superficie del cielo.
Se verá mucho, mucho cielo.
Y respiraremos aún más el mar a kilómetros de
distancia.
Volveremos a pisar tierra.
A oler la lluvia.
A hundir los pies en el barro.
El mar como un lienzo, desde el cielo, y el color
intenso de arena mojada tatuada en el brillo de nuestros ojos.
Que no entenderemos el amor sin que se nos pase por
las manos, por el vientre, por los ojos.
Sin este momento de ahora, la mente en suspenso y
estas líneas brotando de algún rincón del alma.
Con la absoluta necesidad de no necesitarte.
Con los ojos cerrados y el corazón en la boca.
Con todos los discursos por el suelo, con todo tu
silencio inundando de placer este pedacito de eternidad.
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