Como no pude darme cuenta de que perder por amor deja una
sensación de victoria, y de que tocaba fondo con la esperanza de que tu
estuvieses allí abajo, en el sótano de mi vida.
Y nunca comprendí que se puede continuar después de los
finales, aunque nada entonces tenga demasiado sentido.
Nos intoxicamos hasta desarollar distancia. Ojos tristes.
Miradas que, de decir algo, solo pedían auxilio.
Pero es que no conocíamos otra cosa.
Nadie vino nunca a
enseñarnos otros caminos que no fuesen los de los precipicios, y esas cuestas,
tan pendientes, por las que dejábamos caernos las tardes de otoño.
Rodábamos y rodábamos, clavándonos las piedras: los
recuerdos, implorando que terminase el camino.
O quizá tropezar con alguien,
tan malherido con nosotros, y lamernos las
heridas como hacen algunos animales.
Porque me he encontrado a personas como yo, que no saben
besar sin desnudarse, ni decir “te quiero” sin que se les quiebre la voz,
esperando el golpe: el portazo.
El adiós ese que nunca se va del todo.
Y le escribíamos poesía a todas esas cicatrices, intentando
salvar algo de aquello que perdimos apostando por un ojala con demasiados
intereses.
Siempre fuimos causas perdidas, cariño.
O personas que se perdieron
por una causa, a fin de cuentas creo que
viene a ser lo mismo.
Cerrare los ojos y abriré las manos, y me agarrare con
fuerza a ese vacío que a lo mejor un día consigue no doler tanto.
Solo
necesitaba una tregua.
La comprensión en la mirada de otro.
Va a resultar que
no es que estemos perdidos, sino que nos encontramos hace tiempo, pero que no
nos gusto lo que hayamos.
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