Llegar a casa tras reflexionar como ha cambiado todo
y todas las grandes mentiras que he tenido que descubrir sobre el “cuento de
hadas” que fue mi vida, y ponerle tu cara a otro.
Que se me dispare el corazón. Tener ganas de vomitar,
quedarme parada en la puerta de mi casa, cerrar los ojos y caer en la cuenta de
que no es él. Que él hoy solo está dentro. En el pecho.
Desnudarme con la facilidad que tengo para hacerlo,
en todos los sentidos, y lo mucho que te impresiona que lo haga, y poner la
última canción que escuche contigo.
La distancia no es bonita, es una gran putada.
Las cosas no son como aparentan ser en las redes
sociales.
Hay veces en las que no necesitas palabras, que
necesitas la confianza que otorga la simplicidad de un silencio y una mano en
tu rodilla.
Pero nosotros no estamos lejos emocionalmente.
Mis sentimientos están debajo de los tuyos en este
sofá, follando sin preliminares y jodiendo a los vecinos.
He tenido que pasar un pasaje de profunda
oscuridad hasta ser consciente de que
merezco la pena y que merezco ser amada y respetada.4
Creo que he sido un millón de personas distintas en
dos años.
Hacía mucho que no recordaba lo triste que he
llegado a ser, que no es lo mismo que estar triste.
Supongo que es lo único claro que he sacado de no
identificar el respirar con el estar
vivo.
Que la vida no se mide en instantes, sino en almas.
Creo que he encontrado a alguien que me recuerda que las cosas la tienen.
Y a ver cuántas sabanas nos quedan por comprar. Y
ensuciar. Esto último, afortunadamente, solo lo entiendes tú.
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